Durante dos años señalé reiteradamente las deficiencias de la reforma tributaria de 2012. En aras de aliviar la carga tributaria de la empresa, con el fin de aumentar el empleo y la competitividad externa, el Gobierno se comprometió en un expediente que eleva los gravámenes del capital y baja los del trabajo. En cierta forma, se continúo con la concepción de los últimos 20 años de gravar el trabajo y los bienes necesarios, que por tener ofertas inelásticas, le introducen menores distorsiones al mercado y fortalecen el recaudo.
La regresividad del sistema se refleja claramente en la información reportada por la DIAN. Mientras las empresas tienen tasas de retención en la fuente del 3%, las personas naturales con ingresos superiores a $5 millones sufragan por encima del 6% y hasta el 20%. Por lo demás, los recuados tributarios por la reducción de los parafiscales no alcanzó a compensarse con el impuesto a las utilidades (CREE). Para completar, la reducción de la dispersión del impuesto al valor agregado (IVA) significó la elevación de las tarifas relativas de los bienes necesarios.
No menos diciente es la información del recaudo en lo corrido del año. El impuesto a la renta crece cerca de 0 en términos reales y el de las ventas alrededor del 7%. La dinámica fiscal cambió radicalmente. Antes de la reforma los ingresos tributarios y los recaudos de la renta crecieron muy por encima del producto nacional y más que el IVA, y ahora ocurre lo contrario. El sistema se hizo más inequitativo: los gravámenes directos perdieron progresividad y avanzan de manera más lenta que los indirectos.
La reforma no alcanzó los objetivos previstos. La menor carga tributaria a las empresas no ha afectado mayormente el empleo y la informalidad. El empleo creado en el año y medio que siguió a la reforma es menor que al mismo período que la antecedió y los índices de informalidad no registran variaciones significativas. De otro lado, los efectos sobre la competitividad están muy lejos de compensar la cuantiosa revaluación del tipo de cambio. En el año y medio que siguió a la reforma las exportaciones industriales y agrícolas descendieron con respecto a la tendencia histórica.
El Gobierno y los centros de estudio, que negaron el resultado descrito, lo acabaron reconociendo ante la evidencia de los hechos. La administración se encuentra ante necesidades en salud, educación e infraestructura que no las puede afrontar con la estructura fiscal existente. Así lo claman los defensores de la reforma, que en la angustia proponen elevar más los gravámenes a las personas naturales, es decir, a los ingresos del trabajo.
La cadena de equivocaciones está a la vista. La reforma de 2012 bajó los impuestos al capital y subió los del trabajo para aumentar el trabajo y reducir la informalidad. El propósito no se logró y, en su lugar, se redujo la capacidad de recaudo y se acentuó la regresividad. Ahora, se pretende profundizar la inequidad para mejorar la capacidad de recaudo. La anarquía no podrá detenerse mientras no se acepte el insuceso de la reforma de 2012 y de paso atrás retornando la tasa de las personas jurídicas a 32%.
El país no tiene claridad sobre la política fiscal. La costumbre es presentar las reformas como un medio para gravar más a los que tienen más, pero en la práctica se hace lo contrario. Esa actitud tiene una clara responsabilidad en las enormes desigualdades de la sociedad colombiana. Una de las condiciones necesarias para remontar los elevados índices de inequidad es una política fiscal que, por el lado tributario, modere las ganancias del capital y, por el lado del gasto, eleve los ingresos del 50% más pobre.
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