Si el recién creado partido uribista deriva en organización moderna y ejerce oposición creadora, será una contribución sustantiva a la democracia.
Pero poco en su natural lo promete. El que se anuncia como partido de cuadros —de militantes informados y con carné— probablemente expire antes de ver la luz, bajo la bota del caudillo cuya palabra es la ley. Su destino parece trazado ya por la pasión populista, proclive a la masa crédula que el nuevo partido seguirá cultivando en talleres democráticos como extensión de los eficacísimos consejos comunales del entonces presidente Uribe y por medio de emisoras locales. Asambleas y arengas por radio que potencian el llamado Estado de opinión, matriz común a Uribe, Chávez y Fujimori. Tal vez por eso publicita el expresidente a su colectividad, no sólo como partido de cuadros, sino de opinión.
Por otra parte, tendrá el uribismo que buscar con lupa autoridad moral y política para librar sus debates como fuerza de oposición. Contra la mermelada, habiendo sido el uribato el experimento político más corrupto en la historia reciente de Colombia. Contra la supuesta impunidad que favorecería a las Farc, desde un uribismo que persiguió con saña a la Corte que juzgaba a su bancada de parapolíticos, favoreció como desmovilizados a miles de narcotraficantes que pasaron por autodefensas y propició la fuga de dignatarios de su gobierno reclamados por la justicia. Anuncia el senador uribista Alfredo Rangel la oposición de su partido a una “paz con impunidad… queremos que los responsables de los crímenes de la guerrilla paguen cárcel”. Mas Iván Cepeda, senador del Polo, hará debate “por la responsabilidad que le cabe a Uribe en el tema del paramilitarismo”; y otro, Claudia López, para que se defina cuáles expedientes del ahora senador deben pasar a la Corte Suprema. Cosa distinta podrán ser las iniciativas legislativas del Centro Democrático como gabinete en la sombra, por el rigor y la calidad del debate que cada contrapropuesta de gobierno exige.
Emulando a los partidos comunistas del siglo pasado, la nueva organización impone representación de mandato imperativo y disciplina de voto a su bancada parlamentaria. Pero ni el mandato ni el voto de los congresistas obedecen aquí a programa dictado por las bases del partido, sino por un jefe todopoderoso. Sometido a disciplina rigurosa, ningún parlamentario del CD podrá votar por convicción propia, ni dialogar con ministro o agente de organismo de control sin visto bueno del partido-jefe. A la manera de todos los autoritarismos que en el mundo han sido. Será Uribe sol, norte y guante de hierro para ellos. Como lo ha sido desde el nacimiento del CD, en la convención que prefabricó la candidatura de Zuluaga y en la más reciente, donde se apoderó del micrófono y ofició de maestro de ceremonias durante cinco largas horas, en ejercicio redivivo de consejo comunal.
Personalismo obsesivo reorganizado sobre los poderes regionales más violentos y retardatarios que fueron bastión del uribismo. Así desvirtúa este líder carismático al partido y su programa que dijo fundar, lo reduce al humor de sus carnitas y sus huesitos. A su acomodaticio Estado de opinión, que se resuelve en adulación plebiscitaria de una celebridad que aspira a vivir siempre de la democracia del aplauso. Aunque merma en Colombia la audiencia de quienes entregan su libertad al anhelo de obedecer sin mirar a quién, y terminan por rendirse al poder único, tutelar, terrible de un demagogo, de un patriarca, de un tirano. De algún egócrata. Y en el trasfondo, como escribe Michels, “entre las ruinas del viejo mundo moral de las masas queda intacta la columna triunfal de la necesidad religiosa”.
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