¡Imaginen ustedes el encarte de tener malos gobernantes por más tiempo del que pueda soportar un país, una región o una ciudad!
El Jefe del Estado anunció que la propuesta de acabar con la reelección del Presidente y cabezas de las altas cortes podría contemplar la posibilidad de ampliar los períodos de gobernadores y alcaldes, de manera que coincidan con el asignado al más alto cargo de la nación. Si se aprobara en el Congreso la iniciativa del Gobierno, tendríamos Presidente de la República, gobernadores y alcaldes para períodos de cinco o seis años.
Más que la economía, la política está regida por un desaforado principio de incertidumbre. Entre nosotros, ese principio es la suma de factores que permiten a una persona ser elegida sin necesidad de ganar la confianza de las mayorías. ¡Imaginen ustedes el encarte de tener malos gobernantes por más tiempo del que pueda soportar un país, una región o una ciudad! Lo más razonable sería ajustar los períodos de gobierno al cronograma de las ejecuciones. ¡Y punto!
La decisión de cambiar la Constitución e introducir la reelección fue asunto de un presidente que creyó, primero, que le faltaban cuatro años para completar la obra empezada. Al ver que no solo no la había completado, sino que se le estaba enredando en ilegalidades monstruosas, pretendió seguir cuatro años más en la silla. Todavía hoy hacen fila en las puertas de la justicia altos funcionarios que habrían pagado recompensas con recursos públicos para permitir la reelección del de turno.
Si la Corte Constitucional no hubiera metido el palo en la rueda de esa ambición desmesurada, apenas ahora estaría terminando sus 12 años de gobierno un presidente que quiso amarrar las instituciones al tronco de su mesianismo autoritario. Desde entonces, consideró que no hay institución del Estado que no sea susceptible de ser desacreditada.
El Presidente de entonces contó con el apoyo de la misma clase política que hoy tendría –nombres más, nombres menos– el encargo de acabar con lo que ellos mismos habían creado hace 10 años. Dos experiencias bastaron para saber que no hay reelección sin un alto grado de perversión política y sin un tiempo muerto empleado en la preparación del segundo período. Y, sobre todo, sin poner los recursos del Estado al servicio de un propósito individual.
Los mecanismos tradicionales para reelegir presidente, gobernadores y alcaldes por un período más largo que el actual seguirían siendo más sencillos que los mecanismos para revocarles el mandato. Y es aquí, precisamente, donde se rompe el equilibrio deseado entre el relativamente fácil derecho a elegir y la posibilidad relativamente remota de revocar.
Vincular el desmonte de la reelección presidencial a la ampliación de los períodos de otros funcionarios de elección popular crea la sospecha de que uno y otros deben estar amarrados a la cadena clientelista de siempre y, por lo mismo, arropados por la misma recompensa constitucional.
Si viviéramos en un país en el que la democracia representativa funcionara dentro de parámetros medianamente confiables, uno o dos años más de ampliación de los períodos no tendría objeciones. Pero no es así: con muy pocas excepciones, nuestro sistema de elección y representación política ha caído en el pozo sin fondo del transfuguismo y la corrupción.
No nos engañemos: como piezas de micro y macroempresas electorales, quienes eligen alcaldes, gobernadores y Presidente de la República son los mismos partidos, grupos y barones electorales. Con un pie en la legalidad y otro en el delito, necesitan más tiempo para recuperar con grandes intereses la inversión y apoderarse de la burocracia y la contratación del Estado.
Óscar Collazos
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