Pasadas las celebraciones del Gobierno y sus aliados, la aceptación con altura aquella misma noche del resultado por el candidato perdedor, que trajo un aire de tranquilidad al enrarecido aire que se respiró en los días anteriores a la segunda vuelta de la elección presidencial —muy a pesar, y para pesar, de la insistencia en la camorra del mayor elector del Centro Democrático—, terminada la lánguida etapa final de la última legislatura del Congreso, paulatinamente y entre los gritos de gol va comenzando a reactivarse la acción gubernamental con la tradicional “gabinetología” que va llenando de versiones —y no pocas presiones— el cotarro político por estos días.
Resulta impensable, ciertamente, que no haya una transformación grande en el equipo de gobierno para este segundo tiempo, obtenido con mucho trabajo, gran dificultad y numerosos y muy diversos apoyos políticos. Características estas que, por lo mismo, generan grandes interrogantes sobre esa labor de filigrana en que tendrá que entrar —ya ha entrado, de hecho— el Gobierno Nacional, tanto para satisfacer las expectativas de quienes pusieron su capital político en juego para evitar la derrota que anunciaba la primera vuelta, como también, y más importante, para tratar de cumplir con al menos algunas de las muchas promesas electorales que se fueron lanzando —y algunas, en medio de paros y protestas, firmando— al calor de la reñida disputa electoral.
Eso sin entrar a mencionar que la necesidad de un cambio de caras en los carros oficiales se hizo patente por el propio desgaste y falta de credibilidad en la efectividad del Gobierno que mostró la pasada elección. El hecho de que al final el triunfo hubiera sido holgado no puede hacer pensar a nadie dentro de la coalición de gobierno que eso signifique —salvo en el tema muy específico del proceso de paz con las Farc— un espaldarazo a las políticas implementadas durante el primer cuatrienio. Más que por “lo mucho que se ha hecho y lo mucho que falta por hacer”, claramente este gobierno fue reelegido por evitar la opción contraria. Y, sí, claro, también por la confianza en que puede sacar adelante la negociación de paz.
Por todo esto, la manera como se conciba ese cambio en el equipo de gobierno va a resultar determinante. El dilema se nos antoja claro: un gabinete dominado por el pago de los favores recibidos (que fueron muchos) versus un gabinete enfocado hacia la ejecución y los resultados (que la gente en su mayoría echa de menos).
Mal haría el presidente Santos, en nuestra opinión y aun entendiendo que su espacio de gobernabilidad va a requerir algunas concesiones, privilegiar el primer camino. Sería una apuesta de muy corto plazo, porque el respiro que le dio este triunfo electoral nos tememos que no será muy duradero. Pronto tendrá que responder el Gobierno a las expectativas creadas y a los compromisos asumidos. En el campo agrario, por mencionar solamente el más activo, fue mucho lo que se comprometió a entregar y dudamos que haya pensado bien en cómo lo va a financiar. Esa factura será cobrada. Y las demás que quedaron abiertas, de seguro también.
De manera, pues, que mientras avanza en el proceso de paz en La Habana y sigue recogiendo apoyos internacionales para el mismo —como el de los expresidentes de la Tercera Vía que recogió esta semana—, bueno es que el presidente y sus asesores abandonen el triunfalismo y la milimetría política y piensen en cómo van a comenzar desde el 8 de agosto a demostrar que en realidad era tiempo para producir resultados lo que les hacía falta. De lo contrario, el respiro que hoy tienen pronto puede convertirse en renovada indignación.
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