Puesto a elegir entre lo lamentable, prefiero a Santos.
La paz es que se acabe esta campaña: que por fin le llegue el fin a esta repugnante puesta en escena de lo peor que ha dado Colombia. Yo no voy a perder ningún amigo por ningún político de estos, no, no voy a vaticinar el Apocalipsis criollo si gana el ominoso uribismo (solo el acabose es el acabose), ni voy a mirar de reojo a la vecina llena de razones que me dijo “usted me va a matar por votar por Uribe, perdón, por Zuluaga, a pesar de la mentira”. Que cada quien vote por lo que quiera o el que quiera: por su miedo, por su paz, porque Peñalosa ahora sí hizo una campaña a su manera, porque López supo recrear la crítica del neoliberalismo, porque aún es la primera vuelta, porque no hay por quién o porque por quién más.
Faltan dos días para la primera parte de las elecciones: dos nomás. Pero el lunes quedará el caradura de Zuluaga contra el borroso de Santos. Y solo se me ocurre hablar por mí por si a alguien le sirve.
Hace cuatro años corrí el feliz riesgo de votar por Mockus, pues su campaña era la nostalgia por la democracia en un país habituado a la delincuencia. Y sin embargo el uribismo venció en cuerpo ajeno, devastador y eficaz, como recordándonos de dónde somos: “¡Si no les gusta, váyanse!”. Pero el mundo no se acabó –quién iba a creerlo– porque Santos, el opaco presidente ungido por Uribe, cometió la imprudencia de hacer su propio gobierno: y se negó a seguir en pie de guerra contra los países vecinos, y respetó a las cortes, y criticó la batalla contra las drogas, y pidió perdón a las víctimas desde Bojayá hasta El Salado, y se jugó nuestra suerte en un proceso de paz con las obtusas Farc, y así fue traicionando paso a paso el legado iracundo de su jefe.
Pero, justo cuando ya no era uribista, sino serio, Santos se derrotó a sí mismo: el príncipe frívolo e irresponsable le ganó el pulso al estadista liberal. Y dijo “la reforma va porque va” y “el tal paro agrario no existe” como recordándonos en dónde estamos.
Estos cuatro años tendrían que haber sacudido a esta generación de generaciones que no se siente parte de partidos ni de religiones, pero se resiste a ejercer una sociedad democrática más allá de las redes sociales. Esta sátira sombría –que el Procurador falle, que la guerrilla sufra la crisis de los cincuenta, que Uribe sea Uribe como el actor que se creyó Bolívar, que Zuluaga diga que no vemos lo que vemos– tendría que empujarnos a dar el doloroso paso del moralismo al realismo. Sí, la política es tan sucia que los políticos tendrían que llevar uniforme. Pero vivir por encima de ella, a salvo y a pesar de ella como si ya solo pudiera ser el negocio de los peores, nos ha traído hasta esta campaña vergonzosa. Y no es tiempo de encogerse de hombros.
Querría decir “vote este domingo por…”, pero hasta por escrito me quedo en puntos suspensivos. Porque la triste realidad, ese lugar en donde suele votarse con el estómago revuelto, es Santos contra Zuluaga: o sea algo contra alguien, la democracia con sus peores defectos contra el uribismo, quedarse con la gloria contra quedarse con el territorio. Cuatro años después del fiasco, camino a otra segunda vuelta, puedo decir que votar por el uno o por el otro no es entregar el país, sino empezar la vigilancia. Que, puesto a elegir entre lo lamentable, prefiero a Santos porque prefiero la mediocridad de las repúblicas a la eficacia de las tiranías, porque sé llevar mejor la decepción que el horror, y desconfío tanto de la izquierda que se esconde en “el pueblo” como de la derecha que se escuda en “la patria”, y Santos al menos no es lo uno ni lo otro.
Pero sobre todo lo prefiero por esto: porque cumplo veintipico columnas de decirle “ambiguo” e “incapaz” sin sentir ni un segundo de miedo.
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Ricardo Silva Romero
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