A la mayoría de los colombianos no parece haberle importado la elección del Congreso.
A juzgar por el índice de participación en la jornada electoral del 9 de marzo, se puede decir que son más los ciudadanos que no se interesaron por la forma en la que quedaría constituida la rama del poder que va a legislar. ¿Será que les importa lo que el Congreso vaya a decir, hacer, y sobre todo a decidir? ¿Habrán tenido claro que precisamente éste Congreso decidirá unas cuantas cosas sobre el destino del país, es decir sobre el destino de todos, por ejemplo si se llegan a firmar unos acuerdos de paz? ¿Será que esos acuerdos les importan?, o ¿están tan habituados a la guerra que ésta les parece normal y les da lo mismo vivir su vida en medio de ella, unos más en contacto y otros más alejados de su brutalidad?
Hay quienes dicen que cambiarían un kilómetro de Legislativo por cien metros de Ejecutivo. Con ello dan a entender que lo importante en el escenario político es estar en el Gobierno y no en el Congreso. Pero el Congreso legisla, es decir ordena la vida de los colombianos a través de leyes. Además tiene la obligación de controlar al Ejecutivo, algo que no es poca cosa, salvo claro está en la Comisión de Acusaciones, célebre por su precariedad para producir resultados ejemplarizantes.
El Congreso que se acaba de elegir tendrá la obligación de legislar, con leyes buenas o malas, producidas por legisladores buenos o malos, sobre temas fundamentales. En los próximos cuatro años, se deberá ocupar del sistema de salud, del que todos somos víctimas, del de justicia, que sigue siendo materia pendiente, del de educación, que aunque no se arregle simplemente con leyes nos tiene hoy en los últimos lugares del mundo. También deberá decidir sobre los impuestos que unos u otros debemos pagar, sobre el rescate y la modernización del sector agrario, sobre el destino del patrimonio común de todos los colombianos, sobre tratados internacionales, incluyendo los TLC, y sobre una u otra fórmula para que después de décadas podamos vivir en paz, como todos lo merecemos. Y tal vez por encima de todo deberá decidir sobre las transformaciones que necesita nuestro Estado, que cada vez queda más rezagado en su diseño ante los requerimientos del presente y del futuro.
Con la elección de un Congreso que representa la voluntad política de una minoría de los colombianos todos hemos quedado mal, porque la mayoría no está representada en ninguna parte. El Congreso sabe bien, o debería saberlo, que no tiene respaldo popular suficiente. Con la excepción notable de curules obtenidas por verdaderos e innovadores líderes de opinión, los recién elegidos deben tener conciencia de que no basta con el apoyo de caciques locales, agentes de votaciones amarradas, aspirantes a puestos burocráticos y admiradores del tejemaneje de la política tradicional. Deben saber también que el país excede esos límites, y es todo ese país que hay más allá el que nos debe preocupar.
Si a las consideraciones anteriores agregamos que históricamente el Ejecutivo tampoco ha tenido, ni tiene ahora respaldo mayoritario, es fácil concluir que nuestro sistema político es accesorio, que funciona alrededor de un Estado al que la mayoría social le ha vuelto la espalda. Un Estado mal visto, precariamente respaldado, del que muchos no quieren siquiera oír, entre otras cosas porque no saben cómo actuar políticamente, ya que tienen de la política una idea contaminada por experiencias propias o ajenas que no quieren repetir. Un Estado de liderazgo precario que ha sido incapaz de ganarse la credibilidad de los colombianos, lo mismo que no ha logrado controlar el territorio, construir una infraestructura adecuada para el desarrollo, establecer un sistema pertinente de manejo de la realidad regional y conseguir una sociedad más igualitaria.
La oportunidad electoral ya pasó y sólo se repetirá en un cuatrienio. El Congreso elegido tiene, particularmente bajo las actuales condiciones del país, la obligación de ser ejemplar. Esto quiere decir que la actitud de los congresistas, todos, debe ser constructiva por el bien de la nación. Que debe ser responsable tanto en los debates como en las definiciones, y debe saber que en sus manos no está solamente la tarea de legislar con sabiduría y sentido histórico sino la de dar buen ejemplo de talante republicano.
Si, dada la animosidad de la campaña y los antecedentes de enfrentamiento personal de muchos de los nuevos habitantes del capitolio, las sesiones se convierten en escenario de recriminaciones, de enfrentamientos de sordos, de debates sin sustancia y de ataques personales, se le estará produciendo un daño muy grave a la nación. También se estará contribuyendo al naufragio de un sistema político que parece un barco que hace agua, mientras tripulantes y pasajeros se vuelven la espalda. Como se vuelven la espalda entre ellos los políticos, y las clases sociales, y los habitantes de uno u otro sector de las grandes ciudades. La mayor responsabilidad corresponde ahora, en todo caso, a los congresistas, porque los ciudadanos no quisieron usar la herramienta que tenían en sus manos, con el voto por alguien o en blanco, para manifestar su posición, y muy difícilmente estarán dispuestos a ejercer el control del que todavía podrían disponer
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