HAY TRES CLASES DE PAÍSES, LOS QUE tienen democracia, los que no la tienen y los que creen tenerla. Sospecho que nosotros pertenecemos al tercer grupo.
Nuestros dirigentes suelen reivindicar frente al mundo la más larga tradición democrática de América Latina: dos antiguos partidos políticos, la división de los poderes públicos, la prensa libre, el régimen de libertades, “el ejercicio de la propiedad privada y de los demás derechos adquiridos con justo título”. Cada cuatro años en el último siglo hemos tenido urnas electorales abiertas para los ciudadanos varones, y desde hace medio siglo también para las mujeres.
Sin embargo, una larga historia de frustraciones ha calado hondo en la conciencia de buena parte de los ciudadanos y los ha llevado a la decisión de no votar. El hecho de que los poderes conservadores, después de perder el poder en 1930, desataran con el apoyo del clero una campaña de exterminio contra los liberales; el hecho de que a partir de 1946 esa campaña se hubiera hecho desde el Estado, con la politización de la policía; el hecho de que los liberales, quizás al principio para defenderse, pero después por costumbre, hubieran alentado la lucha armada y el fratricidio; el hecho de que el seguro ganador de las elecciones de 1950 hubiera sido asesinado dos años antes; el hecho de que el pacto antidemocrático del Frente Nacional prohibiera durante 20 años todo pluralismo político y eternizara en el poder los vicios de los dos violentos partidos; el hecho de que en 1970, gracias a un fraude de última hora, se le hubiera arrebatado el triunfo a la oposición; el hecho de que durante los años 60 toda oposición crítica hubiera sido perseguida y acosada, hasta el punto de que un líder de reconocida nobleza y generosidad, un soñador de la democracia como Camilo Torres, hubiera terminado en su desesperación arrojándose en brazos de las guerrillas; el hecho de que en los años 80 la oposición legal, desarmada, de izquierda, fuera masacrada en las calles; el hecho de que hubiéramos llegado al extremo de permitir, hace apenas veinte años, que en una sola campaña electoral cuatro candidatos a la Presidencia de la República fueran asesinados; el hecho de que no se hubiera impedido a tiempo, con democracia y con espíritu patriótico, que muchos campesinos víctimas de la violencia se organizaran en guerrillas; el hecho de que no se hubiera impedido que esas guerrillas, que al comienzo, según creen muchos, tenían un ideario político, se pervirtieran y se degradaran hasta convertirse en terroristas y narcotraficantes; el hecho de que para combatir a esas guerrillas, convertidas en peste nacional, en lugar de recurrir a los instrumentos de la legalidad, muchos empresarios y dueños de tierra, aliados con el narcotráfico, hubieran preferido alentar la aventura escabrosa del paramilitarismo, con la culpable colaboración de muchos miembros de las Fuerzas Armadas; el hecho de que se haya permitido en los años 50 el holocausto de 300.000 personas; el hecho de que se haya permitido en los últimos veinte años el holocausto de otras 200.000; el hecho de que se haya permitido el robo de millones de hectáreas a los campesinos y se haya arrojado a las ciudades a sus dueños; el hecho de que la mitad de la población siga sumida en la pobreza y un porcentaje muy alto en la miseria; el hecho de que la corrupción haya alcanzado niveles pasmosos; el hecho de que la única solución de los gobiernos al problema endémico de la violencia hayan sido cíclicas campañas de aniquilación; el hecho de que no se hayan abierto camino en un siglo ni la reforma agraria ni la reforma urbana ni la revolución de infraestructura ni la revolución educativa que el país necesita; todas esas cosas han alentado en buena parte de la población un justo escepticismo que se traduce en abstención a la hora de las urnas, cuando los políticos vuelven con su rosario de soluciones que, sin el respaldo y la vigilancia de la ciudadanía, no pueden solucionar nada esencial.
Nuestra democracia es, por lo menos, harto imperfecta, y ya se sabe que para que la justicia obre con toda severidad sólo se necesita en Colombia una cosa: que el procesado sea pobre. Habría que añadir el estado pasmoso de la justicia, millares y millares de procesos represados que no sólo delatan la inoperancia del sistema, sino un caos social que quizá no pueden resolver los tribunales, que ya sólo se puede resolver con alta política.
¿Por qué extrañarnos de que los abstencionistas no voten? Están en su derecho, y a veces parecen los únicos cuerdos en este mar embravecido. Pero no: a pesar de todo, y aunque somos minoría, votamos. Votamos por unos partidos que intentan sostener la democracia, aunque a veces su preocupación sea apenas alcanzar el poder, no cambiar el país, ni hacerlo avanzar hacia una verdadera civilización. A veces, fallos como el de la Corte Constitucional rechazando la segunda reelección nos devuelven la fe en las posibilidades de la democracia colombiana. Pero, por supuesto, eso no basta para que la mitad del electorado se decida a hacer oír su voz.
Como Antonio Caballero, como Eduardo Posada Carbó, yo también me indigno ante la asombrosa iniciativa de borrar a quince millones de ciudadanos del censo electoral. ¿Será que alguien cree que esa política de ninguneo es el camino para que nuestra democracia funcione? ¿Estarán tratando de lograr que esos quince millones se indignen? En los tiempos de la caída de Mubarak, tal vez todo es posible.
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