Con el acuerdo de paz, la perspectiva de las Farc era transformarse en un movimiento político sin armas, con restricciones temporales a la libertad de sus dirigentes, reconocimiento de la verdad de los crímenes de guerra y promesa de no repetirlos para reincorporarse a la sociedad como fuerza impulsora de cambios estructurales, bajo las reglas del juego democrático.
La décima conferencia de los llanos del Yarí demostró la unidad de mando de la organización y el respaldo a los comandantes que hicieron la negociación. El cese del fuego redujo el número de víctimas casi a cero, confirmando la voluntad de paz de la guerrilla más grande del país.
La decisión inducida de los electores de rechazar el acuerdo de paz crea una encrucijada de caminos para las Farc. Su primera reacción fue abrir la posibilidad de ajustes al acuerdo para formar un consenso más amplio sobre las condiciones de su reincorporación a la política, siempre que los cambios no afecten lo esencial del acuerdo.
También indujo a Joaquín Gómez a pedirles a los guerrilleros regresar a zonas seguras, en previsión de que se reanude el conflicto. La cúpula de las Farc no parece tener la intención ni la posibilidad real de volver a comandar la lucha guerrillera y las bases de combatientes rasos quieren parar la guerra y regresar a sus hogares. Sin embargo, los mandos medios tienen muchos incentivos para convertirse en jefes de bandas criminales si fracasa el proceso de paz y tienen capacidad de arrastre para reclutar combatientes entrenados con la promesa de botín.
Así las cosas, la renegociación del acuerdo debe preservar la conversión de la guerrilla en movimiento político y para eso lo esencial son dos condiciones: la libertad de los comandantes para organizar y dirigir el nuevo movimiento y la posibilidad de participar en la política por los canales democráticos, incluyendo la posibilidad de ser elegidos a cargos de representación popular.
Las líneas rojas inamovibles de Uribe hacen imposible acomodar sus exigencias en la renegociación del acuerdo. Uribe cree que no hay conflicto armado, sino un ataque terrorista a una democracia respetable, piensa que la negociación de Santos es una claudicación ante el castrochavismo y una traición a la seguridad democrática de su gobierno, que la reforma rural es un atentado a la propiedad privada de personas honorables, cuya buena fe debe probar la legalidad de sus títulos sin admitir prueba en contrario, y, finalmente, que la justicia transicional no debe averiguar la responsabilidad criminal de otros actores del conflicto, sino aplicarse únicamente a las Farc.
Al abortar el consenso necesario para un gran acuerdo nacional a favor de la paz, Uribe logra arrinconar a Santos y a las Farc en un callejón cuya única salida es la disolución de la estructura armada, hasta ahora monolítica, y su fragmentación en una o dos docenas de bandas criminales que vivirán del narcotráfico, la minería ilegal y la extorsión.
De paso, también cierra la puerta a la negociación con el Eln, al imponer los límites estrechos a los compromisos que puede asumir el Gobierno en la nueva negociación. Lo que Uribe no pudo lograr en su doble período de gobierno quiere lograrlo en la renegociación del acuerdo, descabezar a las Farc e impedir su transformación en una fuerza política democrática, para tratarla como una organización puramente criminal. Esa es la alternativa más cómoda para la preservación del monopolio de la tierra, para la represión de los movimientos populares y para garantizar la impunidad de los agentes públicos y privados de la guerra. Si triunfa, Uribe decide el destino de las Farc y las condena a la criminalidad organizada.
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