Pocas personas le han hecho tanto daño a tantos como Fidel Castro.
Le hizo daño, mucho daño, al pueblo cubano, pero también a otros países exportando su modelo violento para la toma del poder y su modelo totalitario de gobernar. El castrismo confirmó en América Latina, a nombre de la izquierda, la idea de que la violencia es legítima, de que en la lucha política se justifica matar a otros compatriotas y de que se deben combinar todas las formas de lucha para llegar al poder. Y, una vez arriba, el poder debe ser absoluto y para siempre. Nada de elecciones abiertas al concurso de otros partidos, nada de separación de poderes y nada de instituciones de la sociedad civil, siempre sospechosas, razón por la cual era necesario reprimirlas con los Comités de Defensa de la Revolución, un aparato parapolicial de denuncia y control de los elementos indeseables y peligrosos para el régimen.
Aunque desde los años 90 moderó su política exterior, porque comprendió que, para su supervivencia, no le convenía seguir exportando su revolución y apoyar a grupos insurgentes, su brutalidad será imposible de olvidar. Fusiló a disidentes, exilió a intelectuales, encarceló a homosexuales y a quienes no mostraban suficientes niveles de adulación. Sus víctimas incluyeron a antiguos compañeros de lucha, como el general Arnaldo Ochoa y el coronel Antonio de la Guardia. Acusados por sus conexiones con el cartel de Medellín y por traición a la patria, nadie cree que el dictador no estaba enterado del tráfico de cocaína a través de la isla. Es conocido que el mismo Castro habló con De la Guardia y lo convenció de que, si asumía toda la responsabilidad, le respetaría su vida. Y Ochoa, quien era el general más prestigioso en su momento, fue condenado a muerte, según muchos, por ser simpatizante de la perestroika de Mijaíl Gorbachov.
Algunos han dicho, erróneamente, que el siglo XX queda definitivamente atrás con la muerte del dictador. Es un error porque, allí en Cuba, sigue su hermano Raúl al frente de la autocracia familiar; y allí sigue Nicolás Maduro, con su régimen chavista inspirado en el cubano, que llegó al poder, sí, por medio de elecciones, pero ya eliminó la separación de poderes y pauperizó al pueblo con la nacionalización de empresas y tierras y con el control de precios. Y allí están Daniel Ortega y los adláteres de Castro y Chávez en nuestros países.
Aunque hay que reconocer que, a diferencia de Castro y Chávez, un autócrata como Ortega ha sido más inteligente, porque, aprendiendo de países comunistas, como China y Vietnam, ha mantenido la economía de mercado, reconociendo que es infinitamente superior a la central y burocráticamente planificada.
Entre los dos hermanos, la dictadura lleva 57 años y más de dos generaciones de cubanos sólo han conocido este régimen personalista. Quizás el gobierno de Trump nos dé la sorpresa y levante ese absurdo embargo comercial, que ha sido uno de los principales aliados de la dictadura para mantenerse en el poder. Porque con la libertad para comerciar y viajar, no sólo subirán los niveles de bienestar y el flujo de ideas, de libros y música, también habrá demanda para la libre expresión y organización, todo lo que horroriza al régimen. En realidad, más que del siglo XX, el castrismo es más parecido a las sociedades cerradas del XIX.
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