ELESPECTADOR.COM, JULIO CÉSAR LONDOÑO 25 NOV 2016
El ascenso de la ultraderecha en el mundo nos tiene nerviosos a todos.
La popularidad de Marine Le Pen en Francia, los resultados de los referendos de Colombia y el Reino Unido y de las elecciones en Estados Unidos, son signos que no podemos soslayar. Muchos analistas concluyen que la democracia es un sistema agotado y errático. Yo creo que exageran. En primer lugar, los resultados han sido estrechos. El pensamiento liberal perdió por muy poco. En Colombia, el Sí cayó por el 0.44% de los votos, Hillary ganó las elecciones de los ciudadanos y el brexit triunfó por apenas un 4%. Así, es injusto decir que la opinión pública es guerrerista en Colombia, “trumpista” en Estados Unidos o nacionalista y xenofóbica en el Reino Unido (el alcalde de Londres es negro, progresista y de ascendencia pakistaní).
En segundo lugar, la democracia es un sistema muy joven, no tiene los dos siglos que algunos le calculan. Después de la revolución francesa, los reyes y los emperadores conservaron poder en las “repúblicas”, y todavía tenemos un buen número de ellos en Asia y Europa. Si sumamos a esto la injerencia en los asuntos públicos de los religiosos, los contratistas y los militares (todos, fachos o comunistas), es claro que la voluntad popular no ha tenido todo el peso que debía tener.
De los 130 países independientes que contaba el mundo en los años 70, apenas 30 tenían sistemas democráticos y casi todos pertenecían a Europa Occidental. La India era liberal, pero coqueteaba con la URSS. Estados Unidos lideraba el mundo democrático pero tenía demasiados amigos impresentables: reyes como Jalid de Arabia, Hassan de Marruecos y el sha de Persia, y chafarotes como Pinochet, Somoza, Franco, Park (Corea del Sur), Geisel (Brasil) y Chiang Kai-shek. China ya era como hoy: ni demócrata ni comunista ni una verdadera economía de mercado. Un cuento chino… ¡que funciona!
Un analista desprevenido (si los hay) habría dicho que el futuro era comunista. Pero de pronto la democracia y el liberalismo se reinventaron con políticas públicas tomadas del socialismo y se salieron con la suya. Como dice Harari, el supermercado resultó más fuerte que el gulag (“Homo Deus”). Al final de los años 70 el mundo giró. Las dictaduras de España, Grecia y Portugal fueron reemplazadas por gobiernos democráticos. En los 80 cayeron las dictaduras militares de América Latina y Asia Oriental. Entre 1990 y 1991 cayó el pez gordo, la URSS, y el mundo le quedó en bandeja a la economía de mercado.
El comunismo nació del sueño de corregir los abusos del capitalismo. El liberalismo se reinventó en los “Estados del bienestar”, que copiaron varias de las reivindicaciones sociales del comunismo. La economía de mercado, ay, no tiene musa que lo inspire ni rival que lo desafíe, y la competencia, se sabe, es el nervio central del capitalismo.
Por siglos buscamos la fórmula del gobierno perfecto en el látigo de los esclavistas, en el “paternalismo” feudal, en la sangre de los monarcas, en la pujanza burguesa y en la utopía del comunismo. Ahora confiamos en la inteligencia del oro mismo: la autorregulación del mercado.
Mercado y democracia… entre comillas. En realidad lo único que hemos tenido siempre es plutocracia. El capital es el gran elector, y los gobernantes legislan para el capital en detrimento de las políticas sociales. La gente se manifiesta por los canales democráticos, pero su presión debe ser más fuerte. También deberían pesar más la academia, los artistas, las ONG y los sectores humanistas del gran capital (que también los hay).
De todo esto depende que la democracia sea un día algo más que una bonita palabra.
Reflexiones al tema pensional
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