Entiendo y comparto la indignación colectiva frente a algunos
delitos que, por sus características, repugnan especialmente a la
sociedad; muestra solidaridad con las víctimas, rechazo ante el crimen y
preocupación sobre la forma en que el Estado debe actuar para evitar su
repetición.
Comprendo que desde el punto de vista emotivo esas
manifestaciones suelan estar acompañadas de solicitudes de aumento de
penas, porque tienen la loable pretensión de que así se logre evitar la
reiteración de esas acciones. Pero la formulación o ajuste de una
política criminal no debe hacerse ni para reaccionar frente a
coyunturas, ni al calor de los acontecimientos.
La sanción penal
trasciende el plano de los sentimientos; no está orientada simplemente a
causarle un mal a quien previamente ha ocasionado otro (eso sería
venganza), sino a recomponer las relaciones sociales que el delito
fractura, y tanto su imposición como la severidad de la misma deben ser
absolutamente necesarias para conseguir esa finalidad. Por eso, antes de
decidir si se aumentan o no las penas, se debe analizar el impacto que
esa medida puede tener en la política criminal, en el sistema penal
existente y como factor real de disuasión, pero siempre teniendo en
cuenta que, si la sola dureza de la sanción sirviera para esos
propósitos, bastaría con establecer como única pena la de muerte o la de
prisión de por vida para acabar con la delincuencia, lo cual no ha
ocurrido nunca. En Colombia, desde 1980 hasta hoy, hemos sextuplicado
las penas sin que ello haya sido suficiente para reducir la
criminalidad.
Lamentablemente no siempre se tienen en cuenta esos
aspectos. Por ejemplo, mientras en estos días se levantan voces a favor
de establecer la cadena perpetua para quienes cometen crímenes contra
los menores de edad porque se cree que sólo así se los puede prevenir,
se olvida que de acuerdo con la ley vigente quien secuestre, viole y
mate a un infante tiene una pena de hasta 60 años de prisión, sin que
pueda recibir beneficios punitivos. Dado que en Colombia sólo se
responde penalmente a partir de los 18 años, alguien que a esa corta
edad sea condenado a 60 cumplirá su pena a los 79, es decir, cinco años
después de haber sobrepasado la expectativa de vida en nuestro país.
El
anterior razonamiento es válido si se admite que 60 años es el límite
punitivo para quien comete una pluralidad de delitos, lo cual ya no es
tan claro; debido a la reiterada tendencia del legislador a aumentar las
penas sin mayores reflexiones, ha terminado por violar la norma que
fija ese tope, como ocurre con el lavado de activos que tiene un máximo
de 67 años y medio, o con el delito de tráfico de menores que puede
llegar a los 90. Esto significa que en la práctica quien, además de los
acabados de mencionar, comete otros crímenes, puede recibir condenas
superiores a los 90 años de cárcel.
Frente a esta realidad, si hoy
me preguntan qué pienso sobre al debate en torno a la cadena perpetua
en nuestro país, respondería como lo hizo un campesino tolimense cuando a
mediados del siglo pasado y mientras se debatía sobre su
reimplantación, le pidieron su opinión respecto a la pena de muerte:
“Que la quiten”.
http://jujogol.blogspot.com.
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