El ministro de Hacienda Mauricio Cárdneas ha dicho, no sin algo de
cinismo, que
“no ha habido una reforma tributaria que se haya discutido
más intensamente”./
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No tenemos duda ante la necesidad de la reforma tributaria y aprobarla
luce impajaritable, porque una baja en la calificación de nuestra deuda
tendría efectos aún más nocivos para todos. Pero eso no puede ocultar
la oportunidad perdida de hacer un cambio estructural.
Finalmente, ya sobre el final de las
sesiones del Congreso, que ahora deberán adicionar extras hasta el 23 de
diciembre para aprobarla, se presentó esta semana la ponencia de la
reforma tributaria estructural todo el año prometida y, en un debate de
apenas ocho horas, fue aprobada en su primer examen legislativo por las
Comisiones Terceras del Congreso. Como ya varios analistas lo han dejado
saber, ha sido mayor el sinsabor por lo poco estructural que terminará
siendo esta nueva modificación al Estatuto Tributario y, además, por la
manera como se ha venido aprobando y terminará pasando un régimen que
afecta no solo el bolsillo de los colombianos, sino además la salud de
la economía nacional.
Difícil reto, nadie lo niega, ese de poder
combinar la necesidad urgente de recursos que compensen la caída en los
ingresos petroleros con la no menos urgente de ordenar un sistema
tributario repleto de agujeros y concesiones de dudosa utilidad general,
eso sin contar con el verdadero hoyo negro de la informalidad y la
ilegalidad que desequilibra la competitividad de nuestra industria y,
por lo mismo, hace injusto el recargo en ella del recaudo por mucho que
en los libros de texto pueda parecer lo más justo.
Esa era la
estructuralidad esperada. Que, de hecho, hace algunas semanas, cuando el
Gobierno Nacional presentó su proyecto inicial, parecía buscarse con la
anunciada intención de reparar el golpe a la competitividad que
significó la última reforma mediante un alivio a la generación
empresarial, al tiempo que se mostraban dientes contra la evasión y la
elusión. Ya entrando en los detalles y escuchando a los mismos
industriales, sin embargo, apareció claro que, de nuevo, esta reforma se
concentró mucho más en la necesidad de obtener recursos que en ordenar
el sistema tributario. Y así, por citar un ejemplo, el impuesto llamado
4x1.000, reconocido por todos como antitécnico e inconveniente, una vez
más se mantuvo intacto por la facilidad y el monto de su recaudo. Por
idénticas razones, el cuerpo central de esta reforma será el aumento del
16 % al 19 % del Impuesto al Valor Agregado (IVA), con todo y su enorme
regresividad.
El
Gobierno espera, con los cambios introducidos, recaudar un poco más de
$6,2 billones, un billón por debajo de lo estimado inicialmente. Una
“meta suficiente para cumplir la meta del déficit fiscal”, ha dicho el
ministro de Hacienda, Mauricio Cárdenas. Alivia la tranquilidad del
ministro, pero, ya lo decíamos, no solo de recaudo vive una economía.
Una economía que viene desacelerándose y que en el último trimestre
apenas creció el 1,2 %. Privilegiar el recaudo sobre la oportunidad de
hacer más competitiva nuestra industria no hace más que repetir la
lógica perversa que hace tan difícil hacer empresa en este país. Y sin
empresas no hay economía que resista. Ya ha explicado el fenómeno el
tributarista Santiago Pardo: “para atender el mercado nacional, las
empresas se están yendo a producir en el exterior”. Es más barato.
Con
todo, más preocupante aun es la manera como se impondrá esta reforma.
El ministro ha dicho, no sin algo de cinismo, que “no ha habido una
reforma tributaria que se haya discutido más intensamente”. Y puede ser
cierto que las ocho horas de debate en el Congreso no dejen ver las
muchas horas de debate interno —negociación sería una mejor palabra—
entre congresistas y Gobierno —y lobistas, es fácil suponer— para hacer
las modificaciones al proyecto que finalmente fueron presentadas esta
semana y aprobadas por las comisiones. ¿Es eso debate? ¿Reemplaza esa
negociación la discusión en el escenario natural para ello, que es el
Congreso? ¿Es sano, para solamente citar un ejemplo, que el polémico
impuesto a las bebidas azucaradas inicialmente propuesto se haya
decidido abolir en esas negociaciones a puerta cerrada sin el debido
debate público? Por mucho que se diga en contrario, eso sí es un
“pupitrazo” de afán frente a la ciudadanía.
No tenemos duda ante
la necesidad de la reforma tributaria y aprobarla luce impajaritable,
porque una baja en la calificación de nuestra deuda tendría efectos aún
más nocivos para todos. Pero eso no puede ocultar la oportunidad perdida
de hacer un cambio estructural, las amenazas que esta reforma cierne
sobre la competitividad de nuestro país y sobre la demanda interna, ni
tampoco la manera forzada como el Gobierno Nacional se ha acostumbrado a
imponer sus decisiones en el Congreso. Que no nos vendan como
maravilloso lo que no lo es.
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