Ha habido improvisación en las reformas política y tributaria y el Gobierno no se alinea con las prioridades fijadas por el Presidente.
El inicio del segundo período de Santos ha sido decepcionante para quienes votamos por él. Como va, habrá malgastado sus primeros cien días, algo excusable en un primer período, pero no cuando se llevan cuatro años gobernando.
La primera decepción es la llamada reforma política. Es increíble que se improvise tanto con una reforma constitucional. Como señalé en columna reciente, solo tiene dos temas bien pensados y con respecto a los cuales hay consenso: el entierro de la reelección presidencial, a mala hora resucitada por Uribe, y la eliminación del Consejo de la Judicatura, sin duda el mayor error que cometimos los constituyentes de 1991. Lo demás es como el ‘ya que’ de algunas señoras cuando hay que hacer una reparación en la casa: ‘ya que’ toca cambiar el techo, por qué no hacemos otro cuarto de huéspedes y ponemos un jacuzzi, o cualquier otra idea frívola, cuando no claramente inconveniente.
La segunda es la reforma tributaria. El Gobierno sabía que llegaban a su fin dos impuestos temporales, muy inequitativos y contraproducentes para el crecimiento económico: el impuesto al patrimonio de las empresas y el gravamen a las transacciones financieras. Y que, por lo tanto, había que reemplazarlos. Sabía, además, que era probable que se redujeran los ingresos provenientes de las exportaciones petroleras. Todos lo sabíamos. Pero, en lugar de aprovechar esta necesidad innegable para preparar un buen proyecto de reforma estructural (como la que hizo en su primer período) y ambientarlo ante la opinión, decidió coger por el camino políticamente fácil de reponer estos malos tributos e, inicialmente, incluso de aumentarlos. Hoy no solo los académicos, sino los gremios, le están rogando al Gobierno que aumente sus recaudos, pero que lo haga de una manera razonable.
Hacer una reforma tributaria de fondo es una oportunidad que usualmente se presenta apenas cada diez años. La aprovechamos muy bien en 1974, cuando dotamos al país de un régimen tributario moderno: se introdujo el IVA, se unificaron los impuestos a la renta, se gravaron por vez primera las ganancias de capital y se estableció la renta presuntiva. Se aprovechó también, en 1986, cuando se limpió el impuesto a la renta de las exenciones y privilegios que se habían vuelto a introducir después de 1974, y se redujeron sus tasas. E, incluso, en 1995, cuando subimos la tasa del IVA por última vez, en dos puntos, para financiar el aumento en gastos de educación y salud que ordenó la Constitución de 1991. Esta vez, en cambio, parece que va a ser una oportunidad desperdiciada.
La tercera decepción se refiere al hecho de que el Gobierno no parece alineado con las prioridades claras que fijó el Presidente en su discurso de posesión. Y al parecer a Santos no le importa mucho. Porque si le importara, se habría asegurado de que la reforma tributaria dejara bien financiadas sus nuevas prioridades: la paz (el posconflicto), la atención a la primera infancia y la calidad de la educación básica. El pobre Ministro de Hacienda parece un equilibrista ante las ambiciones presupuestales desmedidas de algunos colegas y del Vicepresidente, quien está dedicado a su propia agenda y a pelear solo por los recursos para sus programas.
El Presidente tiene que ponerse las pilas. Tiene una buena orquesta, pero no la dirige. Si sigue dejando que cada cual toque su propia melodía, habrá una que otra cosa para mostrar (en educación, en transporte, en telecomunicaciones), pero no un legado de gobierno. Y corre el riesgo de pasar a la historia como un Presidente light. Ya padecimos la levedad de Pastrana después del ‘todo fue a mis espaldas’ de Samper. Me resisto a creer que, después del ‘todo vale’ de Uribe, nos vuelva a suceder eso con Santos, quien se había preparado tanto para hacer un ‘Buen Gobierno’ y había sido tres veces un buen ministro.
Guillermo Perry
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