EL MINISTRO DE HACIENDA ANUNció el martes
un nuevo recorte del gasto público
Ahora se trata de congelar los gastos generales y las nóminas del Gobierno central. El presupuesto será de $167,2 billones, haciendo una reducción de los gastos de inversión, única destinación discrecional del Gobierno, porque el resto del presupuesto está atado por leyes y compromisos.
Son las inversiones en obras públicas las que mayor impacto tienen en contrarrestar el debilitamiento de la demanda efectiva que se viene desgranando con el deterioro de nuestras exportaciones y el fuerte encarecimiento de las importaciones. Es otra manifestación de nuestro empobrecimiento. El aumento del presupuesto es de 2,3%, que es la mitad de la inflación que llevamos a junio de 2015, o sea que se trata de un recorte en términos reales. Representa la pérdida de un punto en la participación del gasto público en el PIB, excluyendo el servicio de la deuda externa, ciertamente otra preocupación mayor, pues la devaluación del peso aumenta la carga y el esfuerzo que debe hacer el Gobierno para enjugarla. No se tocan los rubros destinados a defensa, justicia y pensiones.
La bonanza externa que vivió Colombia se prolongó 12 años. Varios comentaristas expresaron en su momento que el Gobierno debía ahorrar de los grandes excedentes que recaudaba por los dividendos de Ecopetrol, las regalías mineras y el inflamiento de los balances de las empresas. Debía acumular un fondo en el extranjero que sacara divisas del país, con lo cual la revaluación hubiera sido menor y también la cuenta corriente de la balanza de pagos no se habría deteriorado tanto. Hubiera contado con un ahorro para los años de vacas flacas. Fue la senda que tomaron Chile y Perú. La administración del hoy senador Álvaro Uribe más bien decidió reducir los impuestos a las empresas y a los inversionistas extranjeros, al verse enriquecido por la renta petrolera.
La primera administración del presidente Juan Manuel Santos enderezó un tanto las cuentas fiscales, pero no anticipó que la bonanza petrolera llegaría necesariamente a su fin. Se comprometió en su primera campaña electoral a no elevar los impuestos, promesa que dejó de cumplir en su segundo mandato, cuando ya era tarde. Los ajustes fueron insuficientes para dotar al Gobierno de los recursos que requería para enfrentar un déficit fiscal estructural, que seguramente se agudizará con el deterioro de la situación económica.
La economía colombiana todavía cuenta con ciertas fortalezas institucionales: una tasa de cambio flexible que se ajusta automáticamente frente a los excesos o faltantes en las cuentas externas; un banco central independiente, que tiene como fin principal la estabilidad de precios, y una regla fiscal quizá no suficientemente flexible para hacer una política contracíclica, pero que proyecta una postura rigurosa, que se requiere frente a los inversionistas extranjeros y los organismos multilaterales en momentos en que juegan con mucha fuerza los espíritus animales en el escenario global. Ojalá que no se les dé por provocar estampidas de todos los mercados llamados emergentes.
Persisten nubarrones en el escenario internacional. En el momento en que se normalice la política monetaria norteamericana deberemos enfrentar una mayor devaluación y un encarecimiento adicional de nuestro endeudamiento, tanto externo como interno. El camino, de frente, luce árido.
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