Claro que es fundamental para este país que se radique y discuta en el Congreso una propuesta como la llamada “reforma de reequilibrio de poderes”, por más pomposo que pueda sonar su título.
Y sí: es necesario que se reequilibren los poderes en Colombia, después del desbarajuste en que quedaron con el cambio del “articulito” en beneficio del mandatario de turno, para que la democracia funcione a nivel institucional, con un sistema de pesos y contrapesos independientes los unos de los otros. Sin eso, sin unos órganos que puedan ponerles freno a los demás, sin independencia en los nombramientos de las personas que los presiden, entramos en la órbita de otro tipo de gobierno. La institucionalidad hay que diseñarla a prevención: “si los hombres fueran ángeles, el gobierno no sería necesario”, decía, con razón, James Madison, padre fundador del constitucionalismo estadounidense.
No precisamente hacia allá iba este país con la introducción de la figura de la reelección presidencial, que ocasionó (para el Estado al que se dirigía) un desajuste bastante grande. Los males vinieron, en primer lugar, de allí. Y aunque el presidente Juan Manuel Santos hubiera esperado a reelegirse para proponer su eliminación (vaya, vaya), pues llegó, en hora buena, el momento de discutir todo lo que debe ajustarse.
Válido, benéfico, siempre y cuando en esta discusión se piense en el país y su buen desempeño futuro y no en la manera de introducir micos a beneficio de unos pocos. La ciudadanía merece que los congresistas (y el lobby de las demás instituciones, siempre presente en este tipo de proyectos) discutan el asunto con altura. No por el bienestar individual de quienes quieren más poder sino, justamente, por la loable ingeniería de disminuirlo y recortarlo, ahí sí, a sus justas proporciones. El Estado debe ser un ejemplo.
Propuestas las hay malas: que los congresistas, por ejemplo, puedan renunciar a su trabajo en el Legislativo para irse a trabajar en dependencias del Ejecutivo, como ministerios, embajadas o altas consejerías, es un ataque directo a la función de control político que ellos deben cumplir también. O que (como está radicado, aunque ya Viviane Morales y Armando Benedetti han dicho que todo cambiará a algo mucho más razonable) que el presidente elija terna para que el Congreso vote a sus candidatos para procurador o defensor del Pueblo. Doblemente absurdo. Eso en nada contribuye a la independencia de los poderes. Antes bien, los vuelve del bolsillo del Ejecutivo. ¿Cuál reequilibrio entonces?
Propuestas las hay buenas, también: el recorte a la reelección de los demás funcionarios, ajustes a los poderes inmensos de la Procuraduría o la privación de facultades de elección a las cortes. Parte de esas realidades (todas sumadas) son las que han ocasionado quiebres recientes a la democracia. Así que muy bien. Aplaudir estas reformas es lo mínimo.
Y propuestas las hay a medias, discutibles: la lectura que se desprende de la modificación a la elección de magistrados de las altas cortes es que volveremos a la época de la cooptación. Ellos eligen a sus reemplazos luego de un sofisticado mecanismo que está incluido en la norma. Pero si hemos asistido a la fiesta del “tú me nombras, yo te elijo”, difícil creer que de esa manera es como se va a eliminar la práctica.
Si vamos a pensar en una política tan importante para el funcionamiento de la democracia, insistimos, hay que pensarla en serio. No puede ser que por modificar otros “articulitos” de nuestro ordenamiento jurídico terminemos en un Estado descompensado, con prominencias de poder descontroladas en todos los frentes. Eso no sería serio. Muchas veces, de los buenos propósitos surgen absolutos despropósitos. El Congreso, con toda la altura que esperamos (sobre todo de sus líderes naturales), tiene la palabra.
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