Al terminar la participación del cuarto grupo de víctimas, Humberto de la Calle afirmó en La Habana que “no habrá paz armada”, aclarando que, una vez firmado el acuerdo, las Farc podrán hacer política, pero no mantener combatientes armados.
La aclaración es importante, porque aquellos que pretendan darle un sentido global a la expresión “no habrá paz armada” se pueden equivocar de manera grave. Porque ninguna comunidad que se extienda más allá de la familia extensa o la colectividad local puede tener paz sin un Estado que cuente con el monopolio de la fuerza organizada o, en palabras de Max Weber, el monopolio de la violencia legítima.
Para ser más claro: en un Estado democrático, una condición necesaria —aunque no suficiente— para la paz es no solo que haya armas, sino que esas armas las tenga y las utilice solo el Estado. En ese sentido, la paz sí es armada.
Dicho monopolio de la fuerza se materializa en la provisión de los llamados bienes públicos —como seguridad y justicia—, que son los que hacen posible la vida en comunidad, la protección de los derechos humanos, la participación en política y la movilización de las organizaciones sociales.
Buena parte de la confusión de lo que debería ser el llamado posconflicto radica en que no se han entendido o no se han hecho explícitos estos conceptos. Porque, aunque parezca increíble, hay sectores que, en forma sincera, creen que el Estado —con su monopolio de la fuerza— es parte del problema y no parte de la solución.
Y, como sucede en tantos temas, los extremos se tocan y se abrazan en sus propuestas. Por un lado, están los bisnietos de Federico Engels y de los anarquistas decimonónicos, quienes sueñan con un comunismo sin Estado, pero también están los libertarios extremos quienes plantean que el mercado está en capacidad de reemplazarlo y proveer todos sus servicios.
El futuro de la paz en Colombia, en particular en el campo, por el contrario, tiene que depender también de la efectiva provisión de bienes públicos, como seguridad y justicia. Y, como señaló uno de los más brillantes institucionalistas que han existido, Mancur Olson, el costo de la provisión de estos bienes públicos en un país es una función creciente de las distancias y de las complejidades geográficas de su territorio.
Desde hace mucho tiempo, en Colombia sabemos, por ejemplo, que a pesar de que se invierte mucho más por cada estudiante en el campo, la calidad de la educación es más baja que en las ciudades. O que, a pesar de que las transferencias per cápita son mucho más altas en los departamentos periféricos, los indicadores socioeconómicos son inferiores. Y autores como Mauricio García Villegas han mostrado también que la calidad de la justicia se deteriora con las distancias a los grandes centros urbanos. Y comenzamos ya a tener cifras que indican que la violencia ha sido más alta en las regiones más distantes y con mayores complejidades geográficas.
Si queremos tener paz y evitar la pesadilla que enfrenta México, los países centroamericanos y nosotros mismos con las bandas criminales, necesitamos más y no menos Estado. Y, para que haya paz, también tenemos que reconocer que una buena provisión de seguridad y justicia puede costar más en las zonas periféricas que en los grandes centros urbanos.
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