ES MUY FÁCIL QUE UNA MULTINAcional ocasione distorsiones en el derecho interno de los países y termine definiendo realidades y prácticas contrarias a él.
No es un problema exclusivamente colombiano, ni mucho menos: está ampliamente documentado cómo, en distintas regiones del mundo, las empresas entran con toda la fuerza del mercado a cambiar ciertas prácticas, a hacer lobby para desmantelar leyes que regulan el buen uso del ambiente o, simplemente, a romperlas frente al silencio cómplice de los gobiernos. Pasa mucho y eso tiene que cambiar. No puede ser que las instituciones de los países se rindan a los pies de las grandes del mercado mundial. Pero pasa.
El caso más explícito en Colombia, por lo grande (y por la persistencia mediática que le dio el activista Alejandro Arias), es el de la empresa Drummond, que exporta carbón desde un puerto de Ciénaga, cerca de Santa Marta, y lo lleva en barcazas hasta unos buques que se quedan quietos a ocho kilómetros de la playa. En Colombia ellos siguieron, al pie de la letra, ese manual de corporación multinacional en país de instituciones débiles: estiraron las leyes a su favor, pidieron plazos amplios para prepararse bien y poder cumplirlas; luego, pasado el tiempo, las incumplieron con impudicia.
Finalmente, y después de mucho tiempo, el Gobierno se ha puesto los pantalones en el caso y ha suspendido esta semana las actividades con las que la Drummond contamina el mar Caribe colombiano. No era sólo lo que vimos hace un año: un carbón lanzado al mar que, de manotada en manotada, llegó a las 2.000 toneladas. Ha sido también, y sobre todo, la simple actividad que desempeña a diario: transportar el mineral en barcazas, dejando que el polvillo caiga sistemáticamente sobre el mar. “La Drummond incumple la ley”, dijo el presidente Santos la semana pasada. Es cierto. Y, en las narices de este gobierno (y de otros) operó hasta que se le puso dique a su comportamiento: pues muy bien. Más vale tarde que nunca y en eso, claro, merecen un aplauso el presidente y su ministra de Medio Ambiente.
Los directivos de la Drummond, muy braveros, querían incumplir la orden que se hizo efectiva —después de varios aplazamientos con dudosa justificación— desde el primer día de este año: adelantar las operaciones mediante el cargue directo. No quisieron y así se mantuvieron hasta el jueves pasado, justificándose en que la obra que requieren para ello no estará lista hasta marzo. ¿Y entonces? ¿Dos meses más de seguir contaminando el ambiente, cuando desde 1997 era evidente la tendencia mundial del transporte de carbón?
Ya contra la pared, entonces, amenazaron que “con todo el dolor del alma” tendrían que suspender los contratos de trabajo del 80% de sus empleados. ¿Por una falta de ellos mismos? El Ministerio de Trabajo salió, en una actitud plausible también, a poner el freno: las relaciones laborales se respetan. Y luego, que la economía. Que los impuestos y las regalías que dejará de percibir el país, que el mercado mundial se encargará de llenar con otros países lo que Colombia deje de exportar. Peor el descaro. Por sus injustificadas demoras en lo que debieron cumplir hace años, Colombia pierde ahora ingresos y participación.
Estamos hablando solamente del cargue directo, en el punto final del proceso, y después de años de lenidad y aplazamientos. De manera que si realmente se trata de un compromiso con la minería responsable, y no de una acción obligada por la indignación ciudadana, es mucho lo que falta por hacer para encarrilar la locomotora minera de este país. Porque un mensaje hay aquí, al menos: que la minería, sobre los rieles adecuados, podría generar menos dolores de cabeza. Así las ganancias económicas sean menos inmediatas
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