martes, 20 de marzo de 2018

Que corran la carrera presidencial


Por: Eduardo Barajas Sandoval


En lugar de abandonar ahora, para atender el canto de sirenas de alianzas prematuras, quienes se inscribieron para ser presidentes deberían ser consecuentes con su aspiración original, e ir a la primera vuelta.
Pasadas las elecciones legislativas, comienza ahora sí formalmente la elección presidencial. La circunstancia de que, al tiempo que se votaba para definir la conformación del Congreso, se hubiera aprovechado la ocasión para que dos grupos políticos antagónicos seleccionaran, cada uno, su candidato, le ha introducido al proceso elementos de interpretación que pueden llevar a confusiones.
La amplia exposición pública de los candidatos a candidatos, y la coincidencia de consultas al interior de los grupos representativos de la mayor polarización del espectro político, alentó los ánimos y condujo a que a la selección se le diera un significado descomunal. Pero el hecho de que las cifras demuestren que la votación para escoger candidatos no coincide, dentro de márgenes razonables, con el apoyo para sus partidos en la elección de Congreso, introduce un elemento que plantea serios interrogantes.
En razón de lo anterior, y si bien no se puede negar que la escogencia simultánea de candidatos fue una primera muestra del tono de la competencia entre derecha e izquierda, no se puede concluir que los votos depositados por cada uno sean los “propios”, y mucho menos que los dos escogidos sean los finalistas de la carrera presidencial.
Los afanes de soñar, exigir o aupar alianzas, a estas alturas del proceso político que debe terminar con la elección de presidente de la República, parecerían ser muestra de que no se ha entendido del todo el sentido que tuvieron las consultas, que lo que buscaban era establecer quiénes se sumarían a la lista de los aspirantes que ya estaban listos en el partidor.
El país observa ahora, atónito, cuando apenas se configuró el cuadro de candidatos, cómo se reitera el síndrome de que nadie pareciera querer quedarse por fuera de ningún gobierno. Como muestra de falta de experiencia, y de madurez política, echando por la borda el sentido que debe tener la primera vuelta de la elección presidencial, se sugieren alianzas, dejando de lado los asuntos programáticos, y sobre la base de cuentas alegres respecto de los aportes de votos que uno u otro grupo pueda hacer.
¿Con qué argumento debería deponer su candidatura, en este momento, uno u otro de los candidatos ya definidos, con un apoyo congresional aceptable, por el simple hecho de que, con el estrépito de la publicidad, llegaron dos nuevos concursantes? ¿Para qué, entonces, habían decidido en un principio, quienes ya figuraban como candidatos, presentar sus nombres, y en lo posible sus proyectos, a la consideración pública, si se demuestra que estaban prestos a abandonar el propósito sin concurrir a las urnas? ¿En qué quedarían las discusiones y los procesos internos que al principio concluyeron que había que entrar en la contienda?
Sin perjuicio de lo anterior, y dentro de la lógica política que se reclama, solamente existirían en este momento dos opciones presentables de alianzas: la primera es la de los partidos o grupos políticos que no tenían ni tienen candidato propio; la otra es la de los candidatos que, según el resultado de la elección congresional, combinado con las señas ya conocidas de precaria aceptación popular, concluyan que deben deponer su aspiración.
Si el 11 de marzo no hubiera habido consultas, esto es si todos los partidos hubieran tenido desde un principio sus candidatos, estaríamos simplemente arrancando la competencia. Infortunadamente el modo de operación de nuestro sistema político no exige coherencia entre la configuración del Congreso y la del gobierno, y las elecciones de uno y otro obedecen a consideraciones diferentes.
Si la lógica del proceso fuera similar a la del sistema parlamentario, todos deberían atenerse al resultado que obtuvieron en materia de representación congresional, y ya se sabría cuáles serían las fortalezas o las precariedades de cada quién para gobernar. Precariedades que, entre nosotros, mientras no maduremos políticamente, se arreglan, desgraciadamente, a la hora de inicio de cada gobierno, cuando se arman las “mayorías legislativas necesarias”, sobre la base del reparto de pedazos de poder.  
Los ciudadanos debemos exigir que se adelante el debate presidencial, como debe ser, en lugar de que continúe el protagonismo del espectáculo de conciliábulos y cálculos sobre la base de cuentas cuya unidad de cambio es, paradójicamente, el aporte de poder que significa el voto de cada uno de nosotros.
Que se den a conocer, sin ambigüedades, los programas de cada quién. Tenemos que ver si los candidatos han hecho la tarea de reflexionar sobre infinidad de materias que son de nuestro interés, que no pueden quedar relegadas para la hora en la que un nuevo presidente nos de la sorpresa de orientar la acción del Estado por caminos que no conocíamos.
Que haya cuantos debates sea necesario, en todas las regiones y las instancias de la vida nacional. Que se dé el buen ejemplo de discutir abierta y respetuosamente y de contradecir con argumentos a la altura de la dignidad de nuestra nación. Que nos cuenten con quiénes van a gobernar, para que podamos escoger entre equipos y no nos llevemos la sorpresa de terminar gobernados por improvisados o inexpertos, que van a manejar nuestro patrimonio y nuestro destino.
Luego del resultado de la primera vuelta, si nadie gana de largo, entonces sí será la hora de las alianzas. En ese momento es de esperar que los acuerdos sean sobre proyectos políticos de amplio espectro, conocidos a tiempo por todos los ciudadanos, y no sobre el reparto del botín del Estado.
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