Edgar Papamija
El
pasado 11 de marzo, los colombianos participaron en un debate electoral para
elegir el nuevo Congreso de la República y para escoger candidatos a la
Presidencia de la República.
El debate, como se ha registrado en los medios,
transcurrió en relativa calma pues los acalorados reclamos sobre la falta de
tarjetones, en algunas mesas, no pasaron de ser pataletas de algunas señoras
“bien”, que influenciadas por sermones dominicales se acercaron a las urnas,
reclamando el tarjetón que libraría al país de influencias satánicas. Por
primera vez en muchos años, los comicios se realizaron en un clima de paz, pues
hasta el intransigente ELN resolvió hacer una tregua que ojalá deje algún
mensaje positivo en sectores de la población y de la dirigencia que insisten en
despreciar los efectos de los acuerdos de La Habana.
Casi todos los análisis poselectorales se han dedicado a
cuantificar la participación de los ciudadanos, la abstención, los votos nulos
y los guarismos que definen la composición del Congreso, con
algunas pocas excepciones que le recuerdan al país que todo cambió para que
nada cambiara y que la renovación real de la clase política no se ve por parte
alguna.
La primera mentira que no se pueden creer los colombianos
es que asistimos a un pulcro ejercicio democrático para ratificar en las urnas
nuestra vocación civilista. Al Congreso, con contadas excepciones, vuelven los mismos y
las mismas, personalmente, o en cuerpo ajeno, pero nada indica que las cosas
vayan a mejorar.
Que quede claro, para no llamarnos a engaños, que asistimos a una de las
jornadas más perversas de nuestro discurrir político. El dinero determinó y
puso las condiciones en la escogencia de los nuevos y viejos parlamentarios. La
mermelada cumplió a cabalidad su cometido, y con pocas y contadas excepciones, se evidencia que
los topes son una mentira legalizada ante el inoperante Consejo Nacional
Electoral, rey de burlas del proceso. Podría afirmar sin temor a equivocarme
que el costo promedio del voto en algunas regiones del país, supera los
$50.000, pues hay otras en que esa cifra se dobla fácilmente. Nadie puede
demostrarlo; pero quienes participan en la feria saben que me quedo corto en
esta apreciación. Consecuencialmente, el tope de gastos de $800 millones, para
el Senado, cuando la lista es de 100 nombres, y la reposición de un poco más de
$4.000 por voto, son un chiste para los elegidos y para los quemados.
En esta empresa no cuadran las cifras. Los
empresarios y los políticos, como propietarios de unas marcas que producen
votos, manejan sus costos previendo la rentabilidad de la inversión, la tasa de
retorno y lógicamente las utilidades que son la razón de ser de un proyecto
exitoso. En este caso nadie entiende, o mejor,
todo el mundo sabe que los $4.000, $5.000 o más millones invertidos, no se
recuperan con los sueldos y las chocantes prebendas económicas que tienen
nuestros parlamentarios. ¿Dónde está entonces el secreto de tan apetecida y competida
forma de asegurar el presente y el futuro de estos empresarios de la democracia
y de sus familias?
La
conclusión queda en manos de nuestros amables lectores. Yo, entretanto, que
conozco las entrañas del basilisco, puedo garantizarles que no hemos avanzado
absolutamente nada en el propósito de eliminar la corrupción y todo indica que
la operación se repetirá en las elecciones presidenciales. Pueda que las
cortinas de humo cumplan sus propósitos, pero nuestra democracia está
gravemente enferma.
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