La economía ha entrado en un estado de difícil retorno. Las utilidades de las grandes empresas se extinguieron en pocos meses. La producción industrial lleva dos años y medio en recesión.
La agricultura de cereales no ha logrado superar el letargo de 20 años. El desempleo aumentó en los últimos cuatro meses, la informalidad se recrudeció y el salario real bajó.
Todo esto se puede sintetizar en el déficit en cuenta corriente que a mediados del año pasado se encontraba en 4,5% del PIB, en diciembre subió a 6% con la caída de los precios del petróleo y al final del año se colocará por encima del 7% del PIB. Aún más descriptivo, luego de diez años de quintuplicación de las importaciones, en la actualidad las exportaciones caen 30%.
La evolución de este déficit fue ignorada por la ortodoxia, que considera que el desajuste se corrige en cualquier momento con la devaluación, y bien puede ser una señal de fortaleza de la moneda y confianza de los inversionistas. Se equivocaron en materia grave. La causa del déficit en cuenta corriente proviene de una apertura, que no es inducida por la elevación de la productividad de la industria y la agricultura, y su inserción en los mercados internacionales, sino por el abaratamiento de las importaciones ocasionado por la revaluación, la inversión extrajera y los TLC. La elevación de la capacidad de compra significó el incremento de los salarios de 2% anual durante diez años. Esta fue la principal causa de la reducción de la pobreza y de la ampliación de la clase media. Sin embargo, al mismo tiempo se configuró una estructura productiva concentrada en la minería y los servicios que dan lugar a aumentos de productividad cercanos a cero.
Las condiciones cambiaron en los últimos meses drásticamente. Los beneficios de intercambio que se obtenían en las épocas de exuberancia desaparecieron e incluso pueden invertirse en la medida que se estabilicen los precios de los productos básicos, se acentúe la devaluación y salga la inversión extranjera. La mejoría de los ingresos de la población quedará por cuenta de la deprimida productividad doméstica.
Como lo advirtió el exministro Abdón Espinosa Valderrama, una cosa es un desarrollo hacia fuera, como se realizó en el período 1967-1980 con el estatuto cambiario de Lleras Restrepo y otra la apertura hacia dentro basada en el disparo de las importaciones. En el primer caso el comercio internacional contribuye al desarrollo interno por la vía de la capitalización, la incorporación tecnológica y la ampliación de los mercados. En cambio, en el segundo, es un fenómeno pasajero basado en la baja productividad de la estructura doméstica, la disminución del ahorro y el desbalance de las cuentas externas. Infortunadamente, el problema no se ha entendido. La política oficial, representada en el PIPE, está basada en la expansión de la infraestructura física, en particular de las carreteras, que se caracterizan por la baja generación de divisas y la escasa productividad. Así, en el caso de las vías se ha llegado a un punto en que la inversión de los programas 4G de $12 billones anuales apenas logra mantener la participación en el sector en el PIB y, en consecuencia, no tiene mayor incidencia sobre el crecimiento del producto.
Lo que se requiere es cambiar el modelo de apertura hacia dentro por un desarrollo industrial de complejidad creciente. La tarea es posible con una organización macroeconómica de elevado ahorro, regulación cambiaria y limitación de la inversión extranjera, y, sobre todo, dentro de una política industrial que propicie las exportaciones de alto contenido de conocimiento, racionalice las importaciones y concilie los mercados interno y externo.
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