La actualidad política no hace prever que sea fácil superar el clientelismo y ascender a un modelo de democracia de mayor calidad.
Sorprende la forma como las mejores ideas y las mejores políticas se esfuman en Colombia cuando se estrellan contra la realidad de una ejecución negligente, corrupta, chapucera o, en el mejor de los casos, chambona. El profesor James Robinson ha estudiado la ineficacia del Estado colombiano e hizo una presentación al respecto (‘Cómo promover la equidad en Colombia’, XXVI Congreso de Asocajas, octubre del 2014).
Él sostiene que en Colombia el problema número 1, que impide la aplicación efectiva de políticas que contribuyan a mejorar la equidad, es la baja calidad de la democracia, y el problema número 2 es la debilidad del Estado, tanto por su también baja capacidad de agenciar recursos fiscales, como por la propensión a beneficiar a los grupos de altos ingresos en detrimento de las necesidades de los más pobres. Robinson ha caído en desgracia por opiniones que no han gustado, consignadas en un artículo suyo en El Espectador (‘Cómo modernizar a Colombia’, 13 de diciembre del 2014). Pero eso no lo descalifica como agudo y objetivo observador del sistema político colombiano y del Gobierno.
A conclusiones similares a las expuestas por él en Asocajas se llega en el libro publicado por Uniandes y el DNP que contiene los resultados del análisis y las recomendaciones de la Misión de Equidad del DNP (Armando Montenegro y Marcela Meléndez, compiladores, Equidad y movilidad social. Diagnósticos y propuestas para la transformación de la sociedad colombiana, Bogotá, noviembre del 2014). Esos mismos problemas, 1 y 2, le imponen adicionalmente poderosas limitaciones al crecimiento de la economía. El Gobierno y, en general, la organización del Estado son de los principales obstáculos al aumento de la productividad y formidables impedimentos para que las tasas de crecimiento de la economía colombiana superen el rango de 3,5 a 5 por ciento en el que tradicionalmente se mueven. La productividad del sector público colombiano es muy baja o negativa. Su ineficiencia es evidente y ubicua.
Reconocer que esto es así es un primer paso, pero es particularmente difícil encontrar una solución porque una de las principales causas de la baja productividad de este sector es el clientelismo, que es, al mismo tiempo, el instrumento que hace posible la gobernabilidad en la organización política actual. En el pasado se creía que el clientelismo era mejor que el populismo, o que era un antídoto contra este último. Es necesario corregir esa percepción porque tanto el uno como el otro hacen ineficiente al Estado y fomentan la corrupción y el desperdicio. Aunque el clientelismo requiere menos recursos fiscales, ambos se nutren de la pobreza y de la miseria, y los sistemas políticos que se basan en ellos no tienen incentivos para promover calidad de la democracia, productividad del Estado o transformación social sostenible.
Tanto Robinson como los autores de documentos contenidos en el libro sobre la equidad son relativamente optimistas acerca de la capacidad de la sociedad colombiana para resolver esto. Evidentemente, hay ejemplos de logros importantes a nivel nacional y en algunas ciudades, pero la actualidad política no hace prever que sea fácil superar el clientelismo y ascender a un modelo de democracia de mayor calidad. La coalición política que apoya al gobierno actual está pegada con ‘mermelada’, el consenso que se aspira a alcanzar para celebrar la paz seguramente requeriría más de lo mismo, y al público colombiano no lo inquietan ni la rotación de dinastías familiares en la cúpula del poder público ni la corrupción política.
Rudolf Hommes
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