El Espectador.com, Por: William Ospina
El expresidente Uribe
ha reaccionado con alarma, como si denunciara un delito, ante la posibilidad de
que el gobierno Santos esté sosteniendo diálogos discretos con la guerrilla en
un país extranjero.
No sabemos si lleva piedras ese río que suena, pero
hay que recordarle que esa no sería una mala noticia ni siquiera para él, pues
como colombiano tendría que alegrarse de que la guerra algún día se termine, y
sería una excelente noticia para los colombianos, sobre todo para los jóvenes
pobres de Colombia, que son quienes ponen los muertos.
No se entiende por qué no podría el Gobierno sostener diálogos de paz,
si precisamente la búsqueda de la paz es su deber prioritario y su mandato
evidente, y si el expresidente, como lo han recordado muchos esta semana, no se
privó cuando el tiempo era suyo de intentar esos diálogos, cumpliendo su deber
constitucional.
Estamos en vísperas de cumplir cincuenta años de conflicto, y lo primero
que hizo Santos, apartándose de la interpretación particular de su predecesor,
fue aceptar que se trata de un conflicto armado interno, aclarando que es por
eso que se invoca el respeto al Derecho Internacional Humanitario.
¿Qué significan cincuenta años de conflicto? Sólo a algún desalmado
traficante de armas o a quien se lucre de algún modo con la guerra pueden
serles indiferentes las víctimas, y ya son demasiados los jóvenes muertos en
esta guerra fratricida. Muertos de todos los bandos: soldados, guerrilleros y
paramilitares, sin contar los no combatientes que caen año tras año víctimas de
esa guerra, del secuestro de los guerrilleros y de sus atentados y asaltos, de
las masacres de los paramilitares, de las ejecuciones de civiles que aquí
suelen llamarse “falsos positivos”, y de la guerra sucia contra la oposición en
que a veces colaboran oficiales y funcionarios, lo mismo que del fuego cruzado
de todas esas fuerzas en pugna.
Pero además de ese sacrificio que dejamos en los campos de muerte, cada
año la guerra le cuesta a Colombia una parte considerable de su presupuesto. Al
parecer los gastos directos del conflicto, porque los indirectos los pagamos
también en dolor, angustia y desesperación, ascienden cada año a 26 billones de
pesos.
Colombia no tiene conflictos externos, sólo tiene que proteger sus
fronteras de guerrillas y narcotraficantes; y quienes niegan la guerra lo que
sí no pueden negar es el presupuesto que el país invierte cada año en la
guerra, un presupuesto que, con el concurso imprescindible de las fuerzas
armadas, sería necesario dedicar a fines más constructivos.
Ahora bien, si se ha negociado con los paramilitares y se ha
desmovilizado buena parte de sus fuerzas, ¿por qué oponerse con tanta
vehemencia al diálogo con la guerrilla? Tal vez ésta parece más peligrosa y dañina
para la sociedad, porque a lo mejor no está interesada en una mera
desmovilización sino que plantea exigencias políticas que los paramilitares no
tienen; quizás pretendan exigir una reforma agraria, posiblemente aspiren a
tener una presencia en el mapa político nacional.
Como lo enseñan todas las negociaciones de conflictos armados en el
mundo, no podemos aspirar a que la paz no cueste nada, pero nadie estaría
dispuesto a aceptar que nos cueste todo. Los jefes guerrilleros pueden
fantasear con imponer condiciones como si estuvieran ganando la guerra: pero el
diálogo los obligará a comprender que si de un lado están, exageremos, diez mil
guerrilleros, del otro estamos 45 millones de personas comprometidas con el
debate pacífico, incorporadas cultural, política y a veces económicamente a un
modelo de sociedad democrática que muchos querríamos mejorar pero al que nadie
quiere renunciar. Y es evidente que la guerrilla no tiene un modelo alternativo
ni estaría en condiciones de imponerlo.
Tendrán que aceptar con realismo unas condiciones dignas de
desmovilización y de reincorporación a la vida civil, que justifiquen para
ellos haber librado una lucha de cincuenta años, que les concedan victorias
materiales y simbólicas, y que les garanticen, a cambio de dejar abierto el
camino de la convivencia y de la paz, un trato respetuoso y leal como
combatientes que aceptaron regresar a la sociedad de la que se habían apartado,
contra la que se levantaron al precio de la vida misma.
No conviene creer que la paz tenga que ser barata, pero la guerra nos
está costando demasiado. Ahora bien: hay quien teme que los militares no
aceptarán jamás una negociación, porque eso significaría renunciar a los 26
billones de pesos de presupuesto que hoy destina esta sociedad a la guerra. Pero
no hay razón para pensar que desde los más altos representantes de la
oficialidad hasta los más humildes soldados, sólo haya en Colombia el deseo de
defender unos presupuestos y unos privilegios.
Y sería ofensivo pretender que las Fuerzas Armadas sólo tienen
privilegios: duro es ser responsable de la seguridad de un país, duro es ver
cómo se sacrifica a generaciones enteras en un conflicto que se eterniza. El
patriotismo tiene que estar en los corazones de quienes dedican su vida a la
defensa del país, de quienes son responsables de tantas vidas y de quienes
podrían conseguir, con su participación en el proceso y con su orientación
práctica, que el futuro no sea ya de combates, mutilaciones, lutos y entierros.
Y así fueran 26 mil los guerrilleros, ello sólo significaría que estamos
gastando en la persecución de cada uno de ellos, cada año, mil millones de
pesos.
Es más fácil pescar en río revuelto.
ResponderEliminarAdemás en este caos sólo hay tiempo para reportar noticias violetas, cuando se acaben las del terrorismo cuales noticias quedarán?, entonces habría otras, se destaparían muchas ollas que a los de arriba no les convendrían, por eso la oposición a un eventual proceso.